


La vocación es reconocida como un llamado que inclina el corazón humano para dedicar su vida a cumplir con el propósito al momento de desempeñar una labor.
Cuando se reconoce la vocación que la persona tiene, la cual se encuentra inmersa en su propio ser, el hacer se convierte en un deleite permanente, porque desborda pasión en la actividad que se realiza en la vida y, todo lo que se emprende bajo ello es realizado con tal profesionalismo que supera cualquier expectativa que se pueda tener.
Sin embargo, también existe un gran número de profesionales que tienen enormes habilidades en el oficio que desempeñan, y quienes tal vez lo han realizado por años, que ya tienen hábitos adquiridos en su labor, pero que, al momento de confrontarse con ellos mismos, descubren que su tarea la realizan, puede ser de forma excelente, pero sin esa pasión que los llevaría a involucrarse emocionalmente. La vocación no es algo que se enseña en un curso o que se recibe una vez se obtiene un diploma, es algo que hace parte de esos dones o talentos que tiene todo ser humano y que lo invita a realizar un oficio con un ánimo que supera cualquier remuneración o recompensa que pueda obtener. Si recordáramos los diferentes ámbitos en los que nos hemos movido, tal vez recordemos profesionales con mucho oficio, pero sin vocación. La siguiente historia de Enrique Mariscal, llamada el corcho pedagógico, puede ilustrar un poco más lo que estamos compartiendo en esta entrada.
Un Supervisor visitó una escuela primaria. En su recorrido observó algo que le llamó la atención: una maestra estaba atrincherada atrás de su escritorio, los alumnos hacían un gran desorden; el cuadro era caótico. Decidió presentarse:
- “Permiso, soy el Supervisor… ¿Algún problema?”
- “Estoy abrumada señor, no sé qué hacer con estos chicos… No tengo láminas, no tengo libros, el ministerio no me manda material didáctico, no tengo recursos electrónicos, no tengo nada nuevo que mostrarles ni qué decirles…” contesto la maestra.
El inspector, que era un “Docente de Alma”, vio un corcho en el desordenado escritorio, lo tomó y con aplomo se dirigió a los chicos:
- ¿Qué es esto?
- “Un corcho señor “…gritaron los alumnos sorprendidos.
- “Bien, ¿De dónde sale el corcho?”.
- “De la botella señor. Lo coloca una máquina…”, “del alcornoque… de un árbol”… “de la madera…”, respondían animosos los niños.
- “¿Y qué se puede hacer con madera?” continuaba entusiasta el docente.
- “¡Sillas…”, “una mesa…”, “un barco! “. Bien, tenemos un barco.
- ¿Quién lo dibuja? ¿Quién hace un mapa en el pizarrón y coloca el puerto más cercano para nuestro barquito?
- “Escriban a que región pertenece, ¿Y cuál es el otro puerto más cercano?, ¿A qué país corresponde? ¿Qué poeta conocen que allí nació? ¿Qué produce esta región?, ¿Alguien recuerda una canción de este lugar?”
Y comenzó una tarea de geografía, de historia, de música, economía, literatura, religión, etc.
La maestra quedó impresionada. Al terminar la clase le dijo conmovida la maestra:
- “Señor, nunca olvidaré lo que me enseñó hoy. Muchas Gracias.”
Pasó el tiempo. El inspector volvió a la escuela y buscó a la maestra. Estaba acurrucada atrás de su escritorio, los alumnos otra vez en total desorden.
- “Señorita… ¿Qué pasó? ¿No se acuerda de mí?”
- “Sí señor ¡Cómo olvidarme! Que suerte que regresó. No encuentro el corcho. ¿Dónde lo dejó?”.
En cualquier actividad cuando se ama lo que se hace, aparece la pasión, en el caso del ejemplo, cuando un profesional, en ese caso un maestro, no tiene vocación ¡nunca encontrará el corcho!, la reflexión e invitación final es que actuemos conforme a nuestra vocación y desde allí equipémonos con las herramientas necesarias para hacer lo que hemos sido llamados a hacer.